Detrás de los turbulentos debates públicos sobre el aborto hay experiencias profundamente personales: la violación de un ex novio que no acepta la ruptura, una familia que te rechaza sin darte mayor opción, personal de salud que te humilla al atenderte, dolores físicos sin nadie que te sostenga la mano. En el Día por la Legalización del Aborto en América Latina y el Caribe, reunimos los testimonios de cinco peruanas que abortaron.
Se calcula que más de 370 mil mujeres abortan cada año en el Perú. Y la mayoría, sino todas, lo hacen solas y a escondidas. La ley indica que una embarazada puede abortar sólo si su vida o salud está en riesgo. De otra forma, puede recibir una pena de hasta dos años de cárcel. Como muestran las cifras, esta legislación no ha detenido los abortos, solo los ha desplazado a la clandestinidad.
Pero la soledad de una mujer que aborta no termina con el procedimiento. Muchas veces esta experiencia, para algunas dolorosa y para todas significativa, se convierte en años de silencio, un secreto impuesto por temor al rechazo y la censura. Para Milagros Olivera, directora de Serena Morena, una plataforma de información y acompañamiento a mujeres con embarazos no deseados, hablar es el siguiente paso frente a discursos conservadores. “Es un discurso que se descalabra si las mujeres sinceramos nuestras experiencias de aborto, si las contamos en primera persona y dejamos de pensarlo como un tema trágico”, afirma.
Por ello, en Salud con lupa hemos reunido cinco testimonios que, desde diferentes realidades y desde la divergencia de sus opiniones, demuestran la urgencia de que el aborto en el país sea libre, gratuito y seguro.
“No pude hablar con mi familia por vergüenza”
Paula, Lima, 2005.
Era el verano de 2005 y Paula tenía 20 años y, pese a ser universitaria, tenía muy escaso conocimiento sobre salud sexual. No lo recibió en el colegio y menos en casa. Estaba dedicada a su carrera de comunicaciones, no tenía novio y la posibilidad de quedar embarazada era remota. Pero una fiesta, unos tragos, lo cambiaron todo. Cuando despertó al lado del ex que insistía en volver con ella, Paula le preguntó si la había dopado. No hubo respuesta. Ella le exigió conseguir la pastilla del día siguiente.
—No fui yo misma a la farmacia porque me daba vergüenza. Él regresó con la pastilla y un vaso con agua. Eran dos tomas. A la semana me vino la regla. Pensé que ya estaba resuelto.
Pero la regla no se fue más. Paula llevaba diez días sangrando cuando por fin fue a una clínica. El ginecólogo diagnosticó un problema hormonal y recomendó pastillas anticonceptivas. Una semana después, el sangrado continuaba. Era como una menstruación muy leve. Paula decidió buscar una segunda opinión. La ginecóloga le hizo una ecografía y dijo estar de acuerdo con un trastorno hormonal.
Cuando ya llevaba un mes sangrando, una ambulancia de los bomberos la llevó a la emergencia del hospital Arzobispo Loayza. Allí le diagnosticaron peritonitis. A la pregunta “¿Puedes estar embarazada?”, Paula respondía que no. Había tomado la pastilla, le había venido la regla prolongada, le habían hecho una ecografía.
Esa madrugada, la emergencia del Loayza no tenía reactivos para descartar embarazo por examen de sangre. Paula esperó por horas mientras lloraba de dolor. Hasta que perdió el sentido del oído.
—No escuchaba más. Grité. Me rodearon médicos jóvenes, me tomaron el pulso y empezaron a preocuparse, a correr. Luego solo recuerdo los techos de los pasadizos y las copas de las palmeras del hospital mientras me conducían al quirófano.
Antes de desmayarse, alcanzó a entender que tenía un embarazo ectópico (el embrión había quedado atrapado en la trompa de Falopio) y le pidió al cirujano que no le dijera nada a su mamá.
—Al día siguiente, el doctor me mostró el embrión dentro de una botella y me dijo que creía que era mujercita. Me dijo también que me había salvado de morir con las justas. Me quedé un mes internada.
“Pero para abrir las piernas no te dolió”, le dijo una técnica de enfermería ante los quejidos de dolor por la herida, un corte similar al de una intervención por cesárea. Pese a todo, Paula se sintió afortunada de no haber tenido que enfrentarse a un aborto clandestino.
El aborto terapéutico está permitido en el Perú desde 1924, pero tuvieron que pasar noventa años para que se aprobara el protocolo y pueda aplicarse. El embarazo ectópico integra la lista de riesgos a la madre que califican para aborto terapéutico.
—Fue un alivio. Yo hubiera querido abortar de todos modos y no habría sabido a dónde ir. Quizás hubiera seguido esos carteles de “Atraso menstrual” que ves en las calles. No sé si en el hospital me habrían practicado un aborto terapéutico.
En 15 años, Paula solo le contó esta historia a una amiga y a médicos. En ese tiempo también hizo frente a las secuelas físicas y emocionales. La más dura fue la infertilidad.
—Yo no pude hablar de esto ni con mi familia ni con amigos por vergüenza de haberme puesto en riesgo y porque siempre nos metieron la idea de que el sexo era algo malo, sucio. Entonces contar lo que me pasó era arriesgarme a que pensaran “¿Ya ves? Ahí tienes por sucia, irresponsable, por haber tomado de más”. Ahora ya no pienso así, pero prefiero no dar mi nombre porque no tengo las fuerzas para lidiar con esta conversación.
“Mi madre me apoyó y tomé la decisión”
Lorena Flores, Lima, 2007.
—Yo aborté y sí te puedo dar mi nombre. Yo quiero dar mi nombre porque es importante romper el silencio, porque somos muchas, pero callamos. Me llamo Lorena Flores, soy periodista. Yo aborté a los 25 años en una posta de un asentamiento humano en Villa el Salvador, adonde llegué tras contactar centros de ayuda.
Al principio, cuando Lorena se enteró de que estaba embarazada, no sabía qué hacer: no tenía casa, tenía un sueldo de practicante en un medio de comunicación y le habían hablado de un posible riesgo de cáncer uterino. Lo del posible cáncer era lo que más la asustaba. ¿Cómo decidir ser mamá si ni siquiera sabía si podría sobrevivir a un cáncer? Para el ginecólogo de una clínica privada, el embarazo incipiente estaba por encima de la salud de Lorena y, por lo tanto, se negó a realizarle una biopsia.
En los últimos diez años, 571 mujeres y adolescentes en todo el país fueron procesadas por interrumpir su embarazo, según datos del Poder Judicial.
—Cuando le conté a mi madre que estaba embarazada, ella me preguntó “¿Qué quieres hacer?”, eso fue un respaldo. Tomé la decisión y no me arrepiento. No fue traumático hasta que sufrió una infección tras el aborto, por lo que terminó internada en una clínica. El internamiento también resultó en maltratos del personal médico. Además, varias personas de su entorno se enteraron y algunos amigos con los que creía contar, desaparecieron.
—Si yo hubiera podido acceder a información abierta y oficial sobre el aborto no habría terminado en una clínica. Si el aborto fuera libre, no habría tenido que ir a una posta tan lejos de casa.
Lorena Flores se convirtió en una activista por el derecho a decidir. Ha narrado su historia en medios locales y desde una plataforma web convocó a romper el silencio con el hashtag #YoAborté. Algunos de los testimonios que recogió debieron ser borrados por acoso y amenazas contra las mujeres que se atrevieron a brindarlos.
—Te das cuenta de que si una mujer da el valiente paso de contarlo, enseguida es reprimida con violencia por quienes quieren que sigamos calladas. Yo misma empecé a escribir y publicar sobre mi aborto solo dos años después. Antes no porque tenía miedo de ser denunciada.
“Nunca me arrepentiré de haber tomado la decisión”
Teresa, Lima, 2015.
Teresa tenía 29 años y por fin había encontrado un trabajo estable como administradora. Siempre había sido meticulosa en el control de su salud sexual, pero esta vez cometió un error, o varios errores.
—No estaba lista. No quería. No me imaginaba yendo a trabajar con una panza.
Teresa contactó con una ONG y consiguió un número. Marcó. Le dieron una cita. Le dieron una dirección. No hubo preguntas. Serían 700 soles. Dos buses y una combi la llevaron del centro de Lima a la dirección señalada en San Juan de Miraflores, también en la periferia.
—En la tele pasaban dibujos animados mientras me realizaban el aborto por succión. El dolor era insoportable, era como diez veces el dolor de cólicos menstruales. Yo miraba por la pequeña ventana del consultorio y lo que veía era montones de basura humeante en la berma de la avenida. No sabía si la mujer que me realizaba el aborto era una doctora. Recuerdo sus manos llenas de joyas y su cabello cepillado. No estaba segura de que fuera doctora, pero no me atreví a preguntar.
Teresa no se sentía con derecho a pedir credenciales. Todo lo que podía pensar era que el personal de ese centro clandestino de aborto se estaba jugando la cárcel por ella.
Para el personal que practica un aborto consentido en el Perú la pena es de hasta 5 años de cárcel.
Sin derecho a preguntas, es decir ya anulada como paciente, como ciudadana, como persona, también sentía que solo debía bajar la cabeza y hacer lo que le dijeran. La absoluta precariedad, la deshumanización, fue lo que a Teresa más le dolió.
Quizás para compensar las condiciones del aborto, la pareja de Teresa buscó un psicólogo caro. Uno al que escuchó hablar en una entrevista en RPP. Su consultorio quedaba en Las Casuarinas, un barrio privilegiado de Lima, y cada sesión costaba 500 soles, una pequeña fortuna para la pareja.
—El psicólogo me dijo que yo había matado a un ser humano, me acusó. No podía creerlo y tampoco podía responderle, me quedé congelada.
Tres meses después se aseguró de ir a Inppares, un centro médico en cuya tolerancia en temas de aborto sí podía confiar.
—La psicóloga allí me dijo que el alma de mi hijo se reencarnaría en mi siguiente hijo.
Tras esos exabruptos, a Teresa le tomó tres años —depresión creciente y ataques de pánico—volver a buscar ayuda.
—Abortar sí es algo grave. Estoy harta de que me quieran decir que no tiene importancia, que es como sacarse una muela. De todos modos, nunca me arrepentiré de haber tomado la decisión de abortar porque todo mi destino no iba a cambiar por unos meses de malas decisiones.
—Yo no te doy mi nombre porque para mi familia, como para ese psicólogo, yo sería una asesina. No habría mayor posibilidad de diálogo.
“La diferencia entre abortar o no es un proyecto de vida»
Isabel, Cusco, 2001.
—Yo aborté con un preparado de wallwa blanco y waqchana que me dio mi mamá. Al principio no quiso darme, pero le supliqué. Para mí es una regulación del periodo y siempre se ha hecho así, desde antes.
Como muchas mujeres que migran de comunidades a la ciudad de Cusco, la madre de Isabel se ganó la vida como vendedora en el mercado. Cuando niña, Isabel se sentó varias tardes a su lado en el pedazo de suelo que les había cedido la dueña del puesto. La condición de su mamá era que Isabel no vendería, solo haría las tareas.
En el mercado de San Pedro, el más importante de la Ciudad Imperial, estaba prohibido vender hierbas abortivas, una práctica censurada por las propias hierberas, que, según el caso, podían acusarse entre sí. El control, y por tanto el conocimiento de esta práctica, también alcanzaba a la municipalidad.
—A veces venían funcionarios de la municipalidad y nos decían “Cuidadito con vender productos tóxicos”, así les llamaban.
Entonces, cuando a la mamá de Isabel le pedían la combinación de hierbas de manera muy disimulada, la clienta debía pagar por adelantado y regresar por un paquete camuflado entre otras hierbas.
—Recuerdo que venían señoritas universitarias, mestizas, que le pedían “para regular, mamita”.
Cuando Isabel quedó embarazada tenía 21 años, le quedaban dos años para terminar la universidad y ser la primera profesional de su familia. Le faltaba dinero para ayudar en casa. Y le sobraban planes.
—Lo normal para una chica quechua como yo hubiera sido tenerlo nomás. En mi comunidad, en mi familia, las jovencitas tienen nomás sus wawas y sus padres les hacen casar. Algunas chicas esconden su embarazo ajustándose la barriga con chumpis y tratan de hacer esfuerzo para perderlo. En mi caso, yo quería hacer muchas cosas, quería ayudar a mis hermanos a estudiar, quería una segunda carrera en Lima, viajar al extranjero. No quería tener un hijo.
A comienzo de la década del 2000, las opciones para cusqueñas pobres que decidían abortar se reducían a dudosos establecimientos con servicios de “test de embarazo” en la Calle Nueva o alrededores de la avenida Grau. Estaban las hierbas de siempre para los embarazos incipientes. Y ahora está también el misoprostol.
En el Perú se registraron 27.166 hospitalizaciones por abortos inducidos en 2019.
—Las chicas que tienen plata pueden acceder a médicos, sus familias tienen conocidos en las clínicas. En mi caso, de no haber funcionado las hierbas, hubiera ido a esos centros, ellos te conectan con los clandestinos y te llevan a realizar el aborto en barrios alejados.
La mamá, hermanas, primas y amigas de Isabel saben de aquel embarazo. Su padre y hermanos varones no lo saben.
—Por eso prefiero no dar mi nombre, mis hermanos son machistas, me criticarían, me rebajarían. Yo creo que la diferencia entre abortar y no abortar es un proyecto de vida.
“No doy mi nombre porque siento culpa. Siempre he tenido un cargo de conciencia”
Adela, Iquitos, 2016.
Cuando Adela se dio cuenta, ya iba por los dos meses de embarazo. Tenía 16 años, cursaba el último año de secundaria en Iquitos, y en su hogar se respiraba violencia. Ella y su pareja de entonces, otro adolescente, decidieron abortar al ser conscientes de que no tenían las condiciones para cuidar bien de un niño.
—Además en ese momento pensaba que quería un futuro, no quería darles más carga a mis padres. Tenía mucho temor de contarle a mi mamá porque en ese tiempo ella no sabía comprenderme y era violenta. No podía decirle a nadie en mi familia porque tenía miedo de que me golpearan o me botaran de la casa.
Pero Adela sí les contó a sus compañeros del colegio y de ellos recibió apoyo. Abortar iba a costarle 500 soles, así que organizaron una parrillada pro-fondos. A los padres y profesores les dijeron que era para recaudar dinero para el viaje de promoción. Recaudar el dinero tomó tiempo y pasaban las semanas. A Adela le habían advertido que solo podrían ayudarla hasta antes de los tres meses de embarazo.
El contacto se lo consiguió la prima de una compañera. El requisito era que asistiera con una persona adulta. Aquella prima de su amiga era mayor de edad, pero se negó a acompañarla.
Después de Lima, Loreto es la región con más partos de niñas entre 12 y 17 años. La mayoría fue víctima de abuso sexual.
—Entonces me dio el dato nomás y he ido con mi amiga. Era en el centro de la ciudad. Era un doctor conocido. El doctor no quiso porque yo era menor de edad, yo le insistí, pero no quiso.
Al día siguiente, Adela regresó sola a seguir insistiendo. Lloró. Juró discreción. El doctor accedió.
—Me exigió que no le dijera a nadie, que él no se hacía responsable y que si me pasaba algo no diga que fui allí. Después de la intravenosa, me puso como un tubo. Me dijo que iba a aspirar y que saldría entero. No duró ni 15 minutos.
Han pasado cuatro años de esa experiencia. Adela se gana la vida vendiendo productos de belleza y tiene planes de futuro. Aunque tuvo la posibilidad de abortar —con riesgo— y contó con el apoyo de sus amigos, dice no estar de acuerdo con el aborto legal y seguro para todas.
—Pienso que el aborto debería ser legal para las niñas violentadas sexualmente que se queden embarazadas. Para el resto no. Ahorita hay muchos métodos para cuidarse, pienso que la juventud debería estar mejor informada. Yo no lo volvería a hacer, yo me cuido.
—No doy mi nombre para esta entrevista porque siento culpa. Siempre he tenido un cargo de conciencia.
*Paula, Teresa, Isabel y Adela son seudónimos elegidos por las mujeres que narraron estas historias.